Durante años, la salud cardiovascular se ha abordado principalmente desde la perspectiva del colesterol, la presión arterial y el ejercicio físico. Estas variables, si bien fundamentales, no capturan toda la complejidad del sistema cardiovascular.
Hoy sabemos que factores aparentemente periféricos, como la salud intestinal, tienen un impacto profundo en la función y el bienestar del corazón.
Este vínculo, conocido como el eje intestino-corazón, describe la comunicación bidireccional entre el intestino y el sistema cardiovascular. La microbiota intestinal, compuesta por billones de microorganismos —bacterias, arqueas, hongos y virus—, produce una serie de metabolitos (sustancias) que no solo modulan procesos locales en el intestino, sino que también alcanzan otros órganos, incluido el corazón, a través del torrente sanguíneo.
Algunos de estos metabolitos pueden tener efectos beneficiosos, como los habitualmente nombrados ácidos grasos de cadena corta, entre los que destaca el butirato, mientras que otros pueden resultar perjudiciales, como el N-óxido de trimetilamina o TMAO.
De hecho, como ya abordé en su día cuando hablé de los ácidos grasos ramificados, en el proceso de generación de los mismos también encontramos aminas, fenoles o amoníaco, que en grandes cantidades pueden ser perjudiciales para la salud.
Además de ello, sabemos que un estado de disbiosis intestinal —es decir, una alteración en la diversidad y abundancia de las especies microbianas— se asocia con inflamación crónica, resistencia a la insulina y disfunción endotelial, todos factores de riesgo cardiovascular bien conocidos.
Por tanto, esta visión integradora debe llevarnos a replantear la forma en la que prevenimos y tratamos las enfermedades, en general, y las cardiovasculares en particular.
Esta idea queda bien sustentada por una reciente publicación que paso a desgranar.
La microbiota como actor clave en las enfermedades cardiovasculares
Un artículo publicado recientemente en Frontiers in Cardiovascular Medicine analiza con profundidad la relación entre microbiota intestinal y salud cardiovascular.
En él se revisan diversos mecanismos moleculares y fisiológicos que sustentan esta conexión, y se destacan avances clave en la investigación del eje intestino-corazón.
Principales hallazgos:
- Ácidos grasos de cadena corta (SCFAs): Estos compuestos, especialmente el butirato, propionato y acetato, son productos de la fermentación de fibras solubles por bacterias intestinales beneficiosas como Faecalibacterium prausnitzii y Akkermansia muciniphila.
- Los SCFAs tienen propiedades antiinflamatorias, regulan la presión arterial y mejoran la función de la barrera intestinal. Además, pueden modular directamente la función de los vasos sanguíneos, reduciendo la rigidez arterial.
- Trimetilamina N-óxido (TMAO): La TMAO se genera a partir de la degradación microbiana de nutrientes como la colina y la carnitina (presentes en huevos, carnes rojas y productos ultraprocesados). Niveles elevados de TMAO se han vinculado con mayor riesgo de infarto, aterosclerosis y eventos cardiovasculares mayores. Su acción proinflamatoria y proaterogénica hace que sea un marcador emergente de riesgo cardiovascular.
- Disbiosis: Cuando la composición de la microbiota se altera —por estrés, mala alimentación, antibióticos u otros factores—, se incrementa la permeabilidad intestinal. Esto permite el paso de endotoxinas como el LPS (lipopolisacárido), que desencadenan inflamación sistémica. Esta inflamación crónica de bajo grado contribuye al desarrollo de enfermedades como la hipertensión, la obesidad y el síndrome metabólico, que a su vez son factores de riesgo cardiovascular.
Además, el artículo también resalta que muchas intervenciones tradicionales —como los cambios dietéticos o el uso de estatinas— podrían ejercer parte de su efecto positivo modulando indirectamente la microbiota.
Implicaciones prácticas: cuidar el intestino para proteger el corazón
Estos hallazgos no se quedan en el laboratorio: tienen consecuencias prácticas muy claras. Si queremos proteger nuestro corazón, debemos empezar por cuidar lo que ocurre en nuestro intestino.
- Dieta rica en fibra: Consumir alimentos integrales, frutas, verduras, legumbres y semillas promueve una microbiota diversa y activa. Las fibras prebióticas como la inulina, los fructooligosacáridos (FOS) y los galactooligosacáridos (GOS) estimulan el crecimiento de bacterias productoras de SCFAs.
- Reducción de carnes rojas y procesadas: No se trata de demonizar alimentos, sino de entender que un consumo elevado y frecuente de productos ricos en colina y carnitina puede favorecer la producción de TMAO. Una dieta basada en plantas, variada y equilibrada, puede ser protectora del corazón al modificar favorablemente la microbiota.
- Probióticos y prebióticos: Los probióticos —microorganismos vivos que confieren beneficios— pueden ayudar a restablecer el equilibrio microbiano tras una disbiosis. Los alimentos fermentados como kéfir, chucrut, kombucha o yogur natural son aliados cotidianos. Además, combinar probióticos con prebióticos (simbióticos) potencia sus efectos beneficiosos.
- Evitar el estrés crónico y dormir bien: La microbiota también se ve afectada por nuestro estilo de vida. El eje intestino-cerebro-corazón funciona como un sistema integrado. Un sueño reparador y una gestión adecuada del estrés ayudan a mantener la homeostasis microbiana y cardiovascular.
Conclusión: una visión integradora de la salud
La conexión entre el intestino y el corazón subraya la importancia de una visión holística de la salud.
Cuidar nuestra microbiota intestinal no solo beneficia la digestión, sino que también puede ser una estrategia clave en la prevención y manejo de enfermedades cardiovasculares.
Intervenir sobre la dieta, el estilo de vida y la composición microbiana es una vía prometedora para reducir el riesgo de eventos cardiovasculares de forma sostenible.
El eje intestino-corazón nos recuerda que somos un ecosistema interconectado. Y que, a veces, el camino hacia un corazón más sano comienza por el plato.
Referencias científicas:
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